Puente de la mujer

El Río de la Plata o la añoranza de lo que parece nuestro

No sería imprudencia afirmar que la naturaleza dispuso al Río de la Plata como una puerta de acceso para la demencia occidental al Cono Sur —esa región con vocación de olvido. Y es que si uno deja las amenazantes sombras amazónicas y rodea las costas brasileras para simplemente seguir, llegará a esta otra entrada del continente americano (incomprendido por distinción), cuya bifurcación en otros dos ríos puede llevarte de nuevo a los confines del Amazonas o a las faldas andinas. (Un laberinto.) Es que el sur es una insistencia: un deseo casi irracional por la continuidad, por el delirio de lo que se acaba —en tanto que comienza. (Otro laberinto: el de la extensión.) Allá, al sur, muy al fondo, donde nadie nunca pretendió llegar, hay dos chapas —ambas entrada y salida— que controlan no solo el devenir del Río de la Plata, sino que confirman, en su anclaje, la insolente armonía de lo remoto: Montevideo y Buenos Aires.

Salir de los Buenos Aires o llegar al sexto monte de Este a Oeste (Monte VI de E a O) implica afrontar la incertidumbre; pues el río más ancho del mundo (con sus evidentes ganas de ser océano) constituye una tregua, una pausa que modela las decisiones, un paso entre seguir o permanecer, entre reiterar la duda o resolverla. Y es esta inestabilidad, quizá, lo que haya definido el carácter de una región que se asume, naturalmente, inconsiderada, pero que a través del tiempo ha levantado las más finas mociones y las más genuinas ganas. En el Cono Sur, paradójicamente, no encuentras extensión, encuentras profundidad: una respuesta casi semiótica a esa punta geográfica que expulsa (o concentra) cualquier intento.

Enfrentar al Río de la Plata en el siglo XXI significa aterrizar en una tarima que se sostiene de dos capitales cuyos pilares son, por el lado porteño, la inmensurable belleza de un cascarón urbano límpido y soberbio; y, por el lado montevideano, un genuino abrazo a la sencillez y al derecho a callar. Un remanso de Sudamérica que, aunque inconexo, guarda una noción de autenticidad, de orgullosa independencia y de trinchera respecto a una voz propia. En ambos puntos se siente la efervescencia de un dinamismo político y social que se vive en los muros de sus barrios y edificios emblemáticos y en su peculiar manera de apropiarlos. Lejos quedó la unión latinoamericana exigida en la guerra fría, donde el trauma de la conquista había servido como estandarte unificador. Ahora, con el reconocimiento de particularidades históricas, son la globalidad interconectada y sus bemoles los que fuerzan a homogeneizar la región con el resto del mundo que consume. El encanto del sur, sin embargo, reside justo en eso: en una confirmación de su origen moderno y occidental para exigir, desde cualquier punto, un aporte auténtico —en tanto aislado— a la contemporaneidad.

La presencia casi inconsiderable de indígenas a las orillas del río durante la conquista ha hecho que el legado europeo se encuentre en constante renovación; los sincretismos sureños son de pampas con fachadas neoclásicas, no de pirámides con cuerpos de Cristo. Este lado del mundo se ha confirmado desde lo que no es (la América profunda, ancestral o barroca). Es, en cambio, un virreinato tardío, confiado en la plata como eje rector (no solo el río: una nación entera hace referencia a la etimología latina de la plata, el argentum) y dos Estados que nacieron modernos: el brinco de la colonia a la industrialización liberal fue casi inmediato y una respuesta automática a la liberación española.

Quizá es el contraste lo que define mejor su relación: la ubicación geográfica las ha enfrentado en el protagonismo portuario, el liberalismo político en la consolidación de sociedades democráticas y el ingreso a la cultura de masas en los campeonatos de futbol (o, como es común escuchar, de fútbol). Mientras que a Buenos Aires se le ha catalogado como la París o la Londres de América (como si la Conquista no hubiera sido, simplemente, una extensión del Occidente arrogante), a Montevideo la podemos comparar con ciudades de un esplendor más ecuánime (como La Habana, San Francisco o Budapest). El trazo urbano de la capital argentina responde a los parámetros de las grandes metrópolis concebidas en el siglo XX, cuyas líneas principales, pensadas para satisfacer la movilidad automotriz, son incomparables monumentos al flujo y la intersección. Integradas de una manera mucho más orgánica que en Los Ángeles o la Ciudad de México, las enormes avenidas bonaerenses ejemplifican el escenario perfecto de cualquier trance urbano y de cualquier relato de desquiciados ciudadanos cosmopolitas. No es gratuito que la avenida 9 de Julio haya sido, por mucho tiempo, reconocida como la más amplia del mundo y la columna vertebral de la locura porteña —más allá del icónico obelisco, el teatro Colón o los edificios con el rostro de Evita, esta vía es la ejemplificación del excentricismo integrador de la arquitectura latinoamericana, ese modernismo que responde a la masa, al soporte y al eclecticismo como principal medio del entendimiento social. Las avenidas Corrientes, Córdoba, Santa Fe, el Paseo Colón, Belgrano, Callao, la del Libertador o Pueyrredón constituyen una especie de huella en la memoria colectiva en las cuales se valen para construir identidades basadas en la verborrea de los recorridos. Su belleza no es solo urbanística, pues esas calles arboladas y llenas de fachadas desquiciantes superan su funcionalidad transitiva para justificar el carácter de una ciudad en perene narración.

Por otro lado, la capital uruguaya es una reproducción tergiversada del ideal de provincia; sus calles y avenidas funcionan más como complementos que como protagonistas. Lo que se transita en Montevideo son estampas: de otros tiempos, de incomprendidas nociones, de intentos pávidos y de tranquilidad que genera nostalgia. Balcones con asadores, escaparates con luces de neón que anuncian productos que ya nadie quiere, refrigeradores llenos de cervezas de un litro en tiendas con cientos de anaqueles poco surtidos. Una especie de escasez deseada o afán de la simple necesidad. Montevideo es una oda a lo que se sabe pero no se dice; consecuencia, puede ser, de la serenidad de los que habitan la ciudad más longeva del hemisferio sur.

La ciudad, además, invita a la paciencia: un eterno estuario que recorre el fin del río, cuya delicadeza convierte a su costa en las playas más cordiales que conviven, sin que lo percates, con la cotidianidad citadina. El malecón montevideano es un camino de ladrillo rojo de kilómetros y kilómetros que invitan a la espera, a contemplar el casi gris de un paisaje que es comienzo y fin (los dos al mismo tiempo). Pescar, beber vino, contemplar y hablar eternamente, parecen, en ese punto del mundo, las únicas actividades que dan sentido a la existencia. Muy al contrario de Buenos Aires, que aunque es puerto y ha hecho de la cultura marítima un legado cultural, mantiene encasillada cada una de las actividades de su vida citadina. En Buenos Aires se apuesta, principalmente, a conservar lo intacto: los contrastes son casi prohibidos. Por eso la ciudad es estructurada, obediente, digna de apreciar los asegunes de la selección no natural y de los cánones. (Aquí el concepto de barrio se vivifica: en Recoleta se recuerda la altivez europea, en San Telmo el origen católico, en Montserrat la enajenación del colectivismo heredado y en Palermo el dinamismo de la contemporaneidad.) Mientras que en Montevideo la unificación urbana es evidente, consecuencia, quizá, de ser la ciudad del sur donde la riqueza se distribuye con mayor equidad: se traslada entre barrio y barrio sin notar la diferencia, siguiendo la ruta del deseo, en el más conveniente de los casos, y de la solemnidad, en el más ínfimo.

Aunque ambas sociedades son muy similares (sobre todo por su ascendencia étnica y su pasado ligado a la migración europea), los habitantes de la capital uruguaya se caracterizan por su trato indulgente y su recibimiento ingenuo. Para ellos, habitantes del puerto de un río que es mar, las primacías consisten en el placer de lo sencillo y el ecuánime estupor de la cotidianidad. Muy al contrario de los capitalinos argentinos, quienes cargan con algo incontrolable en su excentricidad: la palabra. Los porteños son personas esquizofrénicas cuya vida pareciera correr peligro si no se dice algo elocuente, incisivo o mordaz. Su humor involuntario recae en un elogio indirecto a la inteligencia, en una apreciación por lo que se dice en tanto definitorio de su propia individualidad. No es coincidencia que sea la ciudad con más librerías per cápita, y que haya, en todas partes, una invitación a la reflexión (desde el eslogan de una zapatería hasta los mensajes impresos en una servilleta).

Sin embargo, también hay paridades. Ambas ciudades están hechas de ausencias sólidas, una mirada desde cualquier punto revela estructuras urbanas cuyo encanto se confirma en las medianeras: esos muros que ostentan su propia imposibilidad. Los rascacielos (característicos de Buenos Aires) y los edificios multifamiliares (de esa veta socialista del Uruguay) componen un horizonte infinito de detalles arquitectónicos que nos hacen pensar en todo lo que alguna vez estuvo vivo. Muros llenos de reclamos y aseveraciones que dejan muy en claro que la dictadura y el abuso de poder no vuelve a pisar esas tierras. Que el valor por la educación y la letra son pilares de su origen moderno y liberal.

Otra de las similitudes de ambas ciudades (y culturas) es la disparidad entre la creación visual y la creación literaria. (Se confirma el carácter filológico del porteño, que quizá por pertenecer a una ciudad más poblada reproduzca con vehemencia este don.) Son pocos los artistas visuales o los monumentos plásticos que caractericen a la región; es más bien un respeto al clasicismo arquitectónico y su indiferencia ante el autor. Sin embargo, en ambas ciudades, se han inspirado y resuelto las palabras de Borges, Spinetta, Felisberto, Storni, Dréxler, Gelman, Cortázar, Quino, Sabato, Calamaro, Bioy Casares, Benedetti, Pizarnik, Galeano, Siri, Onetti y un aleph entero de la literatura hispanoamericana.

Y es que el sur es eso, un detenimiento a la contemplación lúcida, a la infinita posibilidad de contar. En el sur se embelesa la idea, en palabras de Borges, de que todas las épocas son iguales o de que todas son distintas; que es quien observa, recluta, comprende y elogia el único dueño de la belleza, esa que se hace palabra con palabra, a través de una narración.