Japón: las islas siempre fueron un lugar imposible

Por José Acévez
Fotografía: Entre Líneas

 

En 2009, Juan Villoro publicaba en Letras Libres “Arenas de Japón”, una de las crónicas de viaje más entrañables, sólidas y conmovedoras con las que me he topado. Resulta tan potente porque, en el fondo, existe una intención peculiar del autor con la que me siento provocado: descifrar con parsimonia literaria y punzante lucidez el impacto de enfrentar una cultura como la japonesa… tan llena de matices y de convicciones implícitas, de claridades y de banalidades, de saturaciones y de ausencias… Descifrar más allá de las obviedades de cualquier guía turística o estereotipo (de sobra sabemos de la existencia del , el Fuji, los baños, el animé, lo zen). Descifrar una totalidad sin caer en el exotismo extranjero. Descifrar lo indescifrable. “Un territorio de mensajes elaboradamente ajenos”, describe Villoro dándole continuidad a las palabras de Barthes sobre “el imperio de los signos”. Porque si Japón nos conmueve lo suficiente, pensarlo para después describirlo resulta una tarea titánica pero pausada, frágil pero evidente, entrañable pero lejana.

Por supuesto que el escritor mexicano no ha sido el único en intentarlo; simplemente su texto evoca un deleite que surge de la emoción del viaje, el trayecto, la deriva y el primer encuentro. La lista es casi imposible de ordenar ya que los nombres no solo son abundantes, sino excelsos: la poesía de Tablada, Lost in Translation de Coppola, Borges y su obsesión con los haikús (“curioso ver que las tres literaturas por las que Borges sintió más atracción, surgen en islas: Inglaterra, Islandia y Japón”, prologa María Kodama en la traducción borgiana a El libro de la almohada de Sei Shonagon), Baricco y su trazo por la ruta de la Seda como uno de los ejercicios novelísticos más exquisitos de los años recientes, las exploraciones holandesas o la fascinación que provocó a los jesuitas su ingenuo intento evangelizador allá por el siglo XVI.

Japón ha sido para la historia de la humanidad un misterio: en parte por el aislamiento de una sociedad tan vasta durante tres siglos (es común olvidar que, literalmente, nadie podía entrar o salir de aquellas islas) y en parte por una fusión tan particular entre un entorno natural abrasador, efusivo y sobrado con una cultura que en medio de agua salada, heridas tectónicas y sublimes cerezos nacientes ha hallado la forma más elegante de sobrevivir. Frenética contradicción a las palabras de Donne: resulta que sí hay hombres —una nación— que son una isla entera por sí mismos. Más bella contradicción cuando piensas en los extremos insulares de Oriente y Occidente: la Gran Bretaña, tierra de Donne, como un arrojo perenne al exterior que conquista, contrario a las Hokkaidō, Honshu, Kyushu, Shikoku, Okinawa y otras 6847 más, como una respuesta fragmentada a que los demonios se controlan desde el interior.

Y, en este vacuo intento por remitir el impacto de Japón en la cultura occidental (que es la única que conozco), las palabras siempre sobran. En una especie de homenaje no solicitado a una escritura que es más estética que funcional, resulta irrelevante el elogio a lo japonés porque no hay adjetivo o adverbio que describa con precisión una alteridad que transita entre la saturación y el vacío. Una angustia deseada; un ideograma. Si me esfuerzo, hallo un adjetivo: inefable. 

Aun así —y porque la minucia es un requerimiento nipón— trataré de arrojar trazos a partir de ese oropel del lenguaje que nos permite expresar lo que afecta: verbos. Y lo que afecta solo puede surgir a partir de la contradicción, del desplante, del movimiento, del conflicto. Esta es una historia sobre Japón en siete verbos —número impar, tan valorado allá donde el sol nace.

 

BEBER

 

Emborracharse en Japón es un acto de supervivencia y de buena educación. Beber es una práctica que solidariza, lo que supera el tan individualista y occidental acto de tomar para el propio placer, la relajación y el permiso no solicitado a la estupidez. Emborracharse en Japón es una especie de ritual integrador y un escaparate a todo aquello que se esconde en las entrañas de los afectos y que no puede salir a cualquier hora del día. Porque en Japón el orden y el protocolo son bienes en extremo atesorados. Hasta para tener mal gusto y desatino hay lugares establecidos: una barra de cerveza con sake.

La borrachera japonesa es medular: es una muestra explícita de que su ética significa el vaivén entre los contrastes. Por eso, después de las seis, te asomas a cualquier ventana de aquellas enormes ciudades que aparentan cuadernos cuadriculados para descubrir que millones y millones de individuos bajan de un edificio para entrar a otro. Porque los bares están en edificios casi idénticos a aquellos en los que estuvieron ocho horas o más trabajando.   Por qué tendría que haber diferencia? Dejas tus zapatos en la entrada, te insertas en un cuarto arropado por shōjis, resuenan las voces de los vecinos, la hora para cerrar es indefinida y la barra de cervezas es la única claridad contundente.

Mientras que en México la fiesta callejera, el exceso de ruido, los corridos y bailar pegaditos forman parte de un escape que se entremezcla con lo ordinario, en Japón la diferencia es espiritual: el alcohol es un aceite para lo universal. La borrachera trae a cuenta la nostalgia, el grito, el llanto y la ridiculez. Y eso, como las matemáticas, es igual en cualquier cultura del mundo. Por eso las y los japoneses celebran con tanta constancia, porque es una forma de recordarse lo humanos que son ante una cultura que premia el orden, la limpieza y la sensatez.

 

Caminar

 

En Japón no existen banquetas; y es que para ser visto y respetado como peatón no es necesario caminar sobre un peldaño de veinte centímetros. Caminar en Tokio es la forma más honesta de pertenecer al espacio. Este afán por resolver todo caminando obedece a dos objetivos: ser consumido por la arquitectura y saber dónde refugiarse si ocurre un terremoto (curioso, palabra grecolatina con fonética nipona).

Es claro, entonces, que las calles son un flujo incesante de pasos. Una saturación que obedece no al abuso, sino a la colectividad: caminar entre callejones, pasillos, túneles de estaciones de metro, veredas, representa un pabellón, una muestra de lo que tiene que ofrecer el arte de ceder el paso y el reflejo punzante en una arquitectura que de tan bella, optó por la discreción. Por lo que el camino pausado es un lujo de todos los días.

Así, en la ciudad más poblada del mundo no hay calles sucias como tampoco hay botes para la basura. Porque entre más reducido el espacio, más impecable la construcción. Porque entre más rápido el tránsito, más silencioso el trayecto; entre más tumulto, más solidaridad; entre más homogeneidad, más reconocimiento. Entre más vulnerable quien camina, mayor el designio a la supervivencia.

Esperar

 

La puntualidad es un invento ferroviario: los relojes y su exactitud fueron prudentes hasta que sirvieron para evitar que dos trenes se destrozaran al llegar a la misma vía. Y Japón es un país de trenes, por lo que esperar es, a diferencia de lo que sucede en todo el mundo, una certeza antes que un martirio. 

La fila es señal de que las utopías avanzan si sabes organizar la paciencia. Infinitos ideogramas repartidos en tableros luminosos que indican con obsesiva precisión la hora, el andén, la ciudad, la compañía, las ganas de un destino necesario. Perderse no es una opción japonesa: la resolución está en saber leer las señales de lo que hay alrededor de ti (por más que la barrera lingüística sea invencible). 

(Cuando en Occidente, casi siempre de manera despectiva, se refieren a la automatización robótica de la vida en Oriente es porque somos incapaces de percibir que no se trata una deshumanización a priori: es un intento sobrado de indiferencia por hacer que el paso por la existencia resulte menos problemático.)

Cantar

 

Si Bill Murray en un karaoke es un icono de la posmodernidad, es porque Coppola lo entendió todo. El karaoke, a primera vista, podría significar lo mismo que el ritual alcohólico de lo japonés: sin duda se entremezclan. Pero si nos detenemos, se trata de dos capas distintas. Mientras que beber es un acto para recordarnos que somos parte del mundo, cantar en un karaoke es sentirnos dueños de él. Sobre tal acto versa la superioridad moral nipona: gritar mientras una pantalla te señala la siguiente estrofa. 

Cuando estás en un cuarto totalmente encerrado con la música a un nivel inexplicablemente alto pero con la tecnología suficiente para que nadie más que tu propia miseria te escuche, es cuando sientes que vivir valió la pena. Es una versión adorablemente democrática del sueño hollywoodense. 

Para quienes asumimos que existir es más bien una duda que un agradecimiento, los karaokes japoneses son empáticos. Aquí nadie se daría cuenta de que existimos, ni nosotros mismos; porque no hay existencias relevantes. Todo consiste en esperar nuestro turno para deshacernos en la militancia de la desafinación. Y eso es tan angustiante como hermoso. En eso reside la belleza de Japón. La belleza última, la más tangible y alerta, es aquella que nos recuerda que estamos ahí para hacernos de ella; así sea en canción de Roxy Music o algún clásico de Disney. Un grito que nadie escucha pero que calma: no eres nadie, por eso puedes acceder a todo.

 

Organizar

 

Para el nipón la muerte organiza. Cualquier cosa que muere —que se separa, que se rompe— te organiza. Y eso te hace Japón: organizar(te). Y es que una sociedad que te resuelve la vida antes de aislarte —y, en el posible caso de aislamiento, no te dejará solo hasta que lo resuelvas—, es una sociedad con vocación al refinamiento. A hacer que algo perdido, puntiagudo, desordenado, desafinado, retome su rumbo. Una vocación al preciso instante de lo adecuado. A lo redondo (rojo en un lienzo blanco), a lo reticulado y sensato, a lo límpido y puntual; a la manía del orden y a la confianza en la inteligencia. A las páginas y fachadas en blanco. Vocación a la observación, a la parsimonia y al nítido reconocimiento del deseo.

Por eso es que la sociedad japonesa puede refinar, no le teme al desperfecto; lo necesita. Así lo describe Junichirō Tanizaki en su Elogio de la sombra: “creamos belleza haciendo nacer sombras en lugares que en sí mismos son insignificantes […] Quien se obstinara en ver esa fealdad solo conseguiría destruir la belleza”. Eso es Japón: un espiral en perenne agonía, una escalera en forma de pasillo, una contradicción que impulsa en lugar de avergonzarnos, una despedida que libera, un oxímoron.

 

Vestir

 

No cuento con los elementos suficientes para discurrir sobre la historia japonesa del arte indumentario (aun así alcanzo a reconocer los aportes de Rei Kawakubo, Issey Miyake o Yohji Yamamoto). Pero no se necesita mucho bagaje cultural para aceptar que la vestimenta japonesa es más que simple oropel, es una declaración poética.

Este abanico recorre las calles de Harajuku como estampa de lo posible en el mundo de lo hiperglobalizado, hiperexplotado, hipertecnologizado, y hace escala en el agonizante intento de vestir en una ciudad del siglo xxi lo que ocurría en el xvii: no es el kimono en sí mismo, es la remembranza de que esa tierra es suya y es un cerezo, un canal, un papiro, un ideograma, un pescado crudo, un gusano de seda.

Y aún más allá de esas sublimes expresiones, hay una calle o una estación de metro saturada, donde pasos y cabellos sueltos recorren caminos que son la única posibilidad de la bonanza y, como ente articulador, la paleta de color de su ropa. No hay, pues, desatino; no hay, pues, necesidad de ser hostil si no hay propuesta o tradición. Hay una ruta explícita que no se coloca la medalla del buen gusto, simplemente es la terquedad de existir impecablemente: faldas grises, cubrebocas antes de que una pandemia lo impusiera como última tendencia, cabellos lacios peinados a manera de coreografía, la bastilla del pantalón en el punto preciso como sinónimo del autocontrol, los diminutos y aún vibrantes locales de sastres. El buen vestir japonés no es un afán por uniformarse, es un recordatorio de que no están solos.

 

Llorar

 

Lloré de genuina nostalgia en la estación central de Tokio, en un taxi perfectamente cubierto de encaje blanco a la salida de Kioto; pero, sobre todo, lloré casi desconsolado en el vuelo de salida de Osaka, sentado en una puerta de emergencia, frente a una sobrecargo que no sabía si acercarse a ofrecerme ayuda o desviar la mirada desde la más honesta de sus empatías.

Japón deja una marca en las entrañas, en el entendimiento y en la sensibilidad. Una marca que es una forma de amenaza: nunca voy a despedirte. Los japoneses lo tienen muy claro: la última vez solamente es el suicido. Volver a las islas no tiene sentido como remembranza, solo como liturgia del desprendimiento, de todo lo que fuimos antes de pisar un espacio tan complejo y desgarrador y tierno y límpido y funcional y discreto y temeroso y fuerte y desquiciado. En Japón se llora porque se está obligado a reconocer que cuando sale el sol también salen las sombras. ¿Será acaso que en el muestrario de fetiches y perversiones de la noche japonesa, el llanto es el más costoso? ¿Será que llorar no es parte de ningún reflejo estético o social porque, llorar, a diferencia de todo lo que promueve la razón japonesa (saber navegar entre los opuestos de la sobriedad y la embriaguez, la saturación y la caminata, la espera y el control, el orden y la suciedad, el canto y el olvido, la elegancia y la uniformidad) es como una página en blanco: una posibilidad al deleite que es más profundo incluso que el deseo o el entendimiento? ¿Será que Japón, en realidad, es una página en blanco?

Cuando Sei Shonagón enumera sus “cosas que están lejos aunque estén cerca”, comienza con el paraíso. Intuyo que se refería a Japón, aunque no me atrevería a decir que es el lugar perfecto, seguro hay demonios que lo superan (¿a quién no?). Me quedaría, mejor, con estas palabras de Tanizaki: “el mejor lugar para gozar de la punzante melancolía de las cosas”.