La Habana: poesía en el deterioro

Texto y fotografía: José Acévez

Ya sea por conveniencia económica o por legitimidad política, Cuba ha construido un escenario vistoso y característico nutrido de mitos y clichés: la imagen de un revolucionario argentino, el tabaco, el ron, la santería y el Caribe como sinónimo del ritmo: el gozo accesible e inmediato. Una especie de montaje teatral enmarcado por la decadencia arquitectónica (aunada a la aparente suspensión del tiempo) y dramatizada por el desconocimiento del sistema comunista: en Cuba todo es posible, desde el canibalismo hasta el amor verdadero. Los lugareños son expertos en complacer cualquier quimera.

Sin embargo, con un poco de paciencia y deslinde de los excesos turísticos, se puede descubrir una Habana que, muy a su estilo, ha definido una consistencia cultural que resulta tan compleja como fascinante: un juego entre la uniformidad de las prácticas (las sombras del comunismo obligan a que se coma, se beba y se viva lo mismo) y las particularidades que cada habanero —sobrado de ingenio— hace con ellas. Aterrizar en el aeropuerto José Martí no es solo un retroceso a los setenta, es un resumen inteligible del siglo XX; y hospedarse en el hotel Riviera es la prueba de que la estética no se reduce a lo formal: su atmósfera cuestiona el tiempo y sacude las palabras. Más allá de un cúmulo de preguntas sobre una sociedad que se mueve sin modas ni publicidad, La Habana es una ciudad de lecturas y posibilidades infinitas —justo como sus celebraciones.

La Habana de muros
La belleza arquitectónica de La Habana es inasequible; por híbrida, nostálgica, discontinua, literal, adaptable y adaptada. A leguas se nota que “la llave de América” fue un puerto de riquezas desde su Conquista hasta su Revolución. La ciudad vieja está llena de grandes y majestuosos edificios de estilos eclécticos que narran con gracia las distintas etapas de la capital: el necesario Paseo de Martí o del Prado, con el Caribe y el Capitolio en cada uno de sus extremos, es un traslado al esplendor banquero y hotelero de mediados del siglo XX; el edificio Bacardí, el hotel Ambos Mundos, el antiguo Palacio Presidencial o la Real Fábrica de Tabacos y su forma de convivir en una constante tensión donde los lujos de la mafia cincuentera tuvieron que adaptarse al ideal revolucionario. Parece que para Fidel la restauración también es un derroche burgués, por lo que la apreciación de obras arquitectónicas originales, aunque en su mayoría erosionadas, hacen que el tiempo en La Habana sea una falacia. El trazo urbano de la ciudad fuera del centro está literalmente enclavado en la década de 1950 y la Revolución aprovechó ese enramado para dotarla de socialismo: así, ostentosos barrios como El Vedado y Miramar (con sus suntuosas avenidas, hoteles, casinos y casas Art Decó) cohabitan con edificios multifamiliares, caracterizados por el gris y la geometría estandarizadora. La Habana es una paleta de texturas y colores tan grata que solo la escasez compartida es capaz de lograr: el deslave de la pintura de las casas de los suburbios junto con los rótulos y la señalética urbana muestran que lo latinoamericano no puede restringirse en su vivacidad.

Esta ciudad de trazos históricos contundentes recibe el abrazo de uno de los lugares más entrañables de América: el Malecón. La avenida de más de quince kilómetros, que recorre la costa norte, es el epítome de lo habanero, lo cubano y lo caribeño. El Malecón es el punto de encuentro para locales y foráneos, para viejos y jóvenes, para los que sueñan con irse y para los que volvieron, para los que observan, los que beben ron, los que pescan y los que cantan. Un atardecer en el Malecón, con el hotel Nacional o el Monte de las Banderas de fondo, es un respiro a las ganas de futuro (ese eterno presente).

La Habana de palabras
El triunfo de la Revolución ya sabe a derrota. No solo por la noticia anunciada el diciembre pasado, sino porque los que se enamoraron de los ideales castristas tienen por lo menos sesenta años —si es que viven— y sus hijos o nietos ya no viven en la isla, y la influencia de los que migraron ganó el terreno de los jóvenes cubanos (la fiesta sabe mejor con reguetón que con trova). Vivir esa tensión como foráneo es una esquizofrenia encantadora: los habaneros, además de su arrobador atractivo físico, te cautivan por una modestia que se sostiene en los márgenes de su impuesta negación al consumo y su palpable atracción a él. En su bloqueo económico, la población cubana tuvo que buscar otras monedas de cambio y encontró las más afables: su risa, sus incansables charlas y sus pasos de baile. Superada la barrera del turista, los cubanos ofrecen lo más honesto de su ingenuidad. (Esta moneda de cambio, al ser tan seductora, es también la forma en que acceden a tus bienes materiales sin permiso.) Y es que a Cuba la excluyeron de la historia, y por historia me refiero al internet y su aparente posibilidad de acceso a casi todo. Las figuras del Che, de Silvio o hasta de Batista, son desconocidas para las generaciones habaneras más jóvenes, y la prohibición suplió a esos líderes por unos Nike, Pitbull y una visa para Miami. El acceso a bienes culturales como el cine o la música depende de lo que dicte el Estado, por lo que es entendible que cualquier producto que difiera de las líneas institucionales resultará más que atractivo.

Lo que sigue para La Habana es un misterio con vocación de apocalipsis (desde cualquier extremo ideológico en el que uno se plante), por lo que vivir esta transición se vuelve una oportunidad infalible para respirar los albores de una ciudad que descubrirá el siglo XXI. ¿Qué será de la magnificencia de la Plaza de la Revolución y el monumento a Martí? ¿Quién ocupará esa plancha de concreto en la que hoy se reúnen los cubanos para escuchar que la ciudad que se observa allá abajo también es de ellos? En pocos espacios se puede sentir el caleidoscopio de tantos y tan densos procesos históricos, arropados en una lúdica tristeza que encuentra su origen en la decadencia y en las promesas incumplidas. Parece que la utopía es la condena de La Habana.