Narrativas para no sentirnos solas

Por Belinda Lorenzana
Ilustración / Mariana de Alba

Como las demás niñas, jugué a las muñecas. Tuve una muñeca especial, con relevancia por encima de las otras. No la recuerdo como una simulación de hija sino como una amiga inseparable que era sobre todo buena escucha. Procuré sus vestidos, le puse listones en el pelo y le pinté las uñas. Por supuesto que había en todo ello una tendencia al cuidado, pero también a la vanidad: construcciones culturales en ambos casos. El famoso instinto maternal no figuró en mi relación con mi muñeca, cimentada más bien en la imaginación y las historias posibles.

Lo común es que las niñas se reconozcan como futuras madres desde muy pronto, porque el influjo de la cultura, igual que la humedad, aprovecha cualquier grieta para filtrarse. Mis compañeras de la primaria, por ejemplo, hablaban de cuántos bebés iban a tener cuando crecieran. No menstruábamos todavía, no habíamos descubierto el mecanismo de la toalla sanitaria ni el tampón, mucho menos entendíamos el coito, pero ellas ya calculaban su futuro en hijos. Eso y los hallazgos del chismógrafo eran los highlights del recreo. Aunque no lo supiéramos, compartíamos una existencia narrativa: descubrir el chisme e imaginar el porvenir eran nuestras formas de contar historias.

Con el tiempo, mis amigas comenzaron a embarazarse, parir y criar. Ninguna de ellas vivió su maternidad de la misma manera, pero todas se plantearon preguntas difíciles de responder. Entre amigas, cuando la intimidad es suficiente y no se corre peligro por decir lo que en verdad se piensa, aparece el cuestionamiento de alguna madre temeraria: “¡¿Por qué nadie me contó la verdad sobre cuidar sin descanso a un bebé?!    Por qué no recibí la información completa a tiempo?!” En su lugar, yo también me sentiría estafada, amigas madres del mundo… Con el sismo de 2017 en la Ciudad de México, el Monumento a la Madre se derrumbó (lo menciono de paso, no es que lo haya lamentado).

En su polémica diatriba Contra los hijos (2015), la chilena Lina Meruane pregunta a mujeres de letras por sus experiencias de maternidad. Las respuestas que recibe van de la culpa a la desesperación, pasando por la entrega o el enamoramiento a primera vista, cuando se toma a la cría entre los brazos después del parto: “Ninguna menciona haberse arrepentido, aunque una apunta que no existe el relato de las mujeres deseando haber tomado una decisión diferente.” Pero el relato, de hecho, existe. Se trata de un estudio a partir de un conjunto de declaraciones de las que puede obtenerse un hilo narrativo. El libro es Madres arrepentidas (2016) y la autora es Orna Donath, socióloga israelí, quien entrevistó a mujeres dispuestas a hablar de sus maternidades difíciles, dolorosas, no plenas, no sacralizadas: historias desconcertantes, testimonios que reconocen el peso de las decisiones tomadas a ciegas, que hablan de las creencias, la imposición y la prohibición implícita de expresarlas.

Lo cierto es que, seamos o no madres, las mujeres pensamos en el asunto mucho más de una vez a lo largo de nuestras vidas. Madres militantes o accidentales, mujeres que dudan, no-madres que hemos convertido nuestra renuncia en pronunciamiento… todas compartimos un discurrir que no para en torno a la maternidad, que se mira una y otra vez en el espejo propio y ajeno. Me refiero no solo a las conversaciones que entablamos con otras mujeres, con el mundo y hasta con nosotras mismas, sino también a las narrativas que llegan a construirse alrededor de semejante dilema vital.

La literatura, fuente de perspectivas y revelaciones, a menudo pasa junto a nosotras y se hace de la vista gorda. Qué fortuna contar con novelas como Casas vacías (2018) de Brenda Navarro, Temporada de huracanes (2017) de Fernanda Melchor o Mátate, amor (2012) de Ariana Harwicz, dispuestas a retratar la maternidad desde la disidencia, o con obras de teatro como Casa de muñecas (1879) de Henrik Ibsen, que ya en el siglo XIX cuestionaba las reglas del matrimonio, por mencionar solo algunos ejemplos. Sin embargo, en el grueso de la literatura escrita por hombres encontramos representaciones frágiles, caricaturizadas o idealizadas de la maternidad. Claro que hay excepciones, pero por lo general la crianza, los cuidados, la abdicación maternal, las relaciones entre mujeres incluso, son temas secundarios para la Gran Literatura, tan boyante de preocupaciones masculinas, tan necesitada últimamente de nuevas trayectorias.

Jugar a las muñecas, suponer el futuro, desmenuzar tópicos de sobremesa, son formas de contar historias, narrativas que irrumpen en la soledad y el silencio. Además, desde la pluma de las escritoras, la literatura se convierte en un faro iluminador que revierte el mito del instinto maternal. Las lectoras (y los lectores en la misma medida que nosotras) merecemos con urgencia otras representaciones, historias de mujeres que no son madres, de madres que no ceden a la presión de la crianza idílica, mujeres cuya existencia cobra sentido mucho más allá de los hijos. Las historias nos permiten entender que el arrepentimiento y otras emociones son posibles, que ninguna está prohibida. En la maternidad o en la renuncia, tenemos derecho a la justicia de no sentirnos solas.