¿Cómo hallar identidad en el conglomerado? ¿Cómo descubrir particularidades en una reiteración constante? Son preguntas que, sin duda, Pablo Diego se hace al momento de enfrentarse con su cámara al asentamiento metropolitano más poblado de América: la Ciudad de México. Sus retratos son eso: búsquedas del momento preciso en medio de una inmensidad de sucesos, imposibles de percibir aún cuando quisiéramos abarcarlo todo. Y sobre esa búsqueda encontramos la perspectiva de Pablo. Su afán no es el de retratar la cotidianidad y el transcurrir del tiempo (que en la Ciudad de México se multiplica por 22 millones de individualidades); sino que se vuelca en capturar improntas, tanto las que deja las ciudad en las personas, pero sobre todo la que las personas le imprimen a la ciudad: ese cúmulo de intersubjetividades donde lo significativo siempre es relativo. Siempre. Es en ese cruce —una especie de diálogo silente— donde nos adentramos al discurso de Pablo. Ya lo decía Susan Sontag en su tratado clásico: «La fotografía puede congelar momentos, pero no puede capturar la complejidad de la experiencia humana». ¿Y qué tal si sí? Se preguntan estos retratos donde evidentemente hay un encuadre, una interpretación, pero que nos cuestiona para remitir a esa alimentación de ida y vuelta entre las personas y la ciudad. Entre la ciudad que sigue cuando las personas mueren, pero que también moriría —o se congelaría— si quienes la habitan desaparecen. Esta relación identitaria, íntima, no se puede encontrar en ciudades abandonadas, en sitio como Teotihuacan, Pompeya o Petra, donde lo que hay es un escenario para el autorretrato, un intercambio comercial entre el turista y el pasado, una fantasía colectiva sobre los mitos de la antigüedad que venden en guías de bolsillo. No. La fotos de Pablo son dialécticos en el sentido del encuentro: entre el transitar y la calle, entre el monumento y la admiración, entre sobrevivir y la mancha urbana que aporta el medio para hacerlo.