Silencios sonoros: un proceso

Texto y foto: José Acévez

Si hiciéramos una lista de los materiales más usuales con lo que una o un artista ejerce su quehacer, estoy seguro de que la plancha de la abuela no aparecería en ella. Sin embargo, ha sido un elemento esencial en las piezas que Paola Ávalos lleva creando desde hace ya varios años. Su técnica es la encáustica, un tipo de pintura de origen griego (significa «grabar a fuego») que utiliza la cera como aglutinante de pigmentos y tonalidades, para después aplicarla al lienzo —o donde se vaya a plasmar la imagen— con un pincel o con una espátula caliente. Ahí es donde la plancha de la abuela cobra sentido protagónico: calienta la cera y la esparce para crear cuadros abstractos que contrastan entre la memoria y el olvido, entre la vehemencia y el desencuentro. 

Y aún cuando la tendencia del arte contemporáneo se concentra cada vez más en el concepto que en la técnica, para Paola tal propensión no parece ser una limitante; por el contrario: es un motivo de encuentro, de mayor reto y de posibilidad creativa. Sobre todo al apropiar una técnica con tanta historia, la cual se remonta a las civilizaciones mediterráneas antiguas y ha sido adoptada por artistas de la talla de Eugène Delacroix, y en tiempos más recientes con pintores pop como Jasper Johnson (una inspiración personal para Ávalos) o del muralismo mexicano con Diego Rivera o José Clemente Orozco.

En el verano de 2022, la artista de origen tapatío fue seleccionada para realizar una residencia en el MUSA (Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara) la cual se lleva a cabo cada año gracias a la colaboración de la University of Guadalajara Foundation USA y el Legado Grodman (un fideicomiso creado con el donativo de Pyrrha Gladys Grodman, médica forense, pintora y poeta estadounidense, quien vivió en Guadalajara con el fin de buscar un clima adecuado para mejorar sus salud y acabó enamorada de Jalisco). El ejercicio de Paola fue sumamente interesante, pues no son muchas las y los artistas que permiten observar sus procesos creativos, y la residencia se trató justo de lo contrario. Paola llevó su estudio a una de las salas del Museo y con ello abrió las puertas de su imaginación, su labor manual, sus ideas, conexiones y conceptos a grupos de completos desconocidos. En más de un sentido, la residencia consistía en un performance constante donde, aun cuando las piezas y la exposición no estaban finalizadas o montadas, la artista dejaba ver su proceso y la conexión de este con el espacio que contendría el resultado de tal proceso. Esto lo reflejaba una pieza clave que se encontraba fuera de las salas, a un costado del texto curatorial. Consistía en una pieza introductoria, que te daba la bienvenida junto con el contexto de toda la exposición: pues era un pedazo de tabla que estuvo en el suelo durante toda la residencia y sobre de ella fuera cayendo mancha de cera, de pigmentos, pisadas de visitantes… el goteo incesante de la artista en plena vehemencia creativa.

En ese laberinto de alcances, intenciones e interacción con quien visitaba la estancia, hubo algo que casi siempre estuvo presente: la sonoridad. Ya fuera porque las visitas le preguntaban a la artista parte de su proceso, por el constante ir y venir cotidiano de un museo, por el eco de esas imponentes salas, Paola Ávalos se dio cuenta de la potencia del silencio. En una frase que encontró en un libro de Pablo d’Ors se resumen esa potencia: “El silencio es solo el marco o el contexto que posibilita todo lo demás”. Sin silencio no hay sonoridad, y la sonoridad necesita al silencio para existir. Es, entonces el silencio, un elemento esencial para cualquier tesis, hallazgo, avance o expresión. Así lo dejó claro Adrián Guerrero en el texto de sala: “El silencio siempre ha sido un importante detonante en el quehacer creativo, no sólo en lo musical como una pausa, sino también como zonas monocromáticas en la pintura y espacios vacíos en la arquitectura. Lo que no es, enmarca o posibilita a lo que sí es, a lo que ocupa un sitio o llena un ambiente”.

Así, el contraste posibilitador de la exposición fue la premisa: el blanco y el negro, la luz y la sombra, lo que se ve y lo que no, lo que se siente y lo inexistente, el silencio y la sonoridad. Una sala era negra, toda, y las piezas que la componían eran sobre todo blancas. La otra sala era blanca, silenciosa, pacífica y las piezas eran, sobre todo, negras. “Se trata de lugares que tuvieron cera caliente en movimiento y que ahora resultan en colocaciones pigmentadas perpetuas, en continua espera de ser contempladas”, concluye Guerrero con su reflexión sobre estos silencios sonoros.

Las piezas son, más que un oxímoron, una reafirmación de la idea de contraste como posibilitador creativo: del conflicto surge el hallazgo (antítesis-síntesis-tesis, diría Hegel). Pero lo que vemos no es el conflicto en sí, sino el proceso del mismo: el encuentro del negro con el blanco, el contraste entre un punto y otro, la yuxtaposición de piezas aparentemente contrarias. Vemos así los silencios sonoros que experimentó Paola durante su residencia y que dejó plasmado en una especie de círculo cerrado de aquella experiencia.