En el espectro de alternativas es posible encontrar prácticamente cualquier clase de sazón, siempre con un carácter personal y auténtico, muy por fuera de los grandes monstruos de las franquicias estadounidenses (una fabulosa excepción, los establecimientos de este tipo en la ciudad son escasos ya que no han logrado competir con la variedad y calidad de lo local). La gama es amplia: desde Reilly, un céntrico local de exquisitas pizzas artesanales con un bar subterráneo llamado Tough Luck que es todo menos un mal augurio; hasta el Downtown, un restaurante en el que su chef, Janos Wilder, mezcla con lucidez y audacia estilos internacionales. En cuanto a sabores y texturas, no deja de cautivar la paradoja de que en una ciudad de arena y sequías, la abundancia gastronómica sea un aliciente para la cohesión de locales y foráneos.
El trazo urbano —impecable y sereno, otro epítome de la planeación citadina estadounidense— integra fincas de las antiguas misiones jesuitas, remotas fábricas de inicios de siglo pasado que han adquirido nuevos giros al quedar insertas en la dinámica urbana y construcciones más modernistas que nos remiten al esplendor del “sueño americano”. Sus calles amplias y bien organizadas conviven con fastuosos paisajes de las sierras colindantes, de inmensos cielos que van del azul más límpido a un rosa tan potente como tímido.
Una ciudad que no deja su confesionalidad desértica y hace de su arquitectura homenaje al Cinturón del Sol: muros extensos y de tonalidades ocres que amplifican los rayos y extienden las sombras; detalles constructivos que equilibran la sobriedad del adobe con los hibridismos californianos.