Tucson: un desierto casi familiar

Al sur del estado de Arizona, inmersa en el abarcador desierto de Sonora, se encuentra Tucson, una ciudad que, resguardada por imponentes sahuaros, no escatima en la calidez de quienes la habitan.

Tras haber tomado lugar en el punto habitado constantemente más antiguo del hemisferio norte del continente; Tucson es una ciudad ávida y heterogénea que, en gran medida, nos recuerda mucho a estar en casa. Es claro que la infinita amabilidad y calidez que pueden percibirse en las personas están enteramente ligadas al bienestar que han sido capaces de construir como ciudad, lo cual no es ningún logro menor, ya que la armonía de la convivencia no es otra cosa que un abrazo a la diversidad en cualquiera de sus sentidos. Este fenómeno que deviene también en una dinámica de cercanía que se sostiene mayormente por la clara consciencia del valor de lo local. 

La escena gastronómica está repleta de opciones independientes, y en muchos de los establecimientos es posible encontrar un pizarrón en el que se agradece a los proveedores de materias primas e ingredientes, casi todos vecinos, casi todos viejos o nuevos conocidos: una sensata y esperanzadora apuesta por expandir la práctica del consumo responsable.

En el espectro de alternativas es posible encontrar prácticamente cualquier clase de sazón, siempre con un carácter personal y auténtico, muy por fuera de los grandes monstruos de las franquicias estadounidenses (una fabulosa excepción, los establecimientos de este tipo en la ciudad son escasos ya que no han logrado competir con la variedad y calidad de lo local). La gama es amplia: desde Reilly, un céntrico local de exquisitas pizzas artesanales con un bar subterráneo llamado Tough Luck que es todo menos un mal augurio; hasta el Downtown, un restaurante en el que su chef, Janos Wilder, mezcla con lucidez y audacia estilos internacionales. En cuanto a sabores y texturas, no deja de cautivar la paradoja de que en una ciudad de arena y sequías, la abundancia gastronómica sea un aliciente para la cohesión de locales y foráneos.

El trazo urbano —impecable y sereno, otro epítome de la planeación citadina estadounidense— integra fincas de las antiguas misiones jesuitas, remotas fábricas de inicios de siglo pasado que han adquirido nuevos giros al quedar insertas en la dinámica urbana y construcciones más modernistas que nos remiten al esplendor del “sueño americano”. Sus calles amplias y bien organizadas conviven con fastuosos paisajes de las sierras colindantes, de inmensos cielos que van del azul más límpido a un rosa tan potente como tímido.

Una ciudad que no deja su confesionalidad desértica y hace de su arquitectura homenaje al Cinturón del Sol: muros extensos y de tonalidades ocres que amplifican los rayos y extienden las sombras; detalles constructivos que equilibran la sobriedad del adobe con los hibridismos californianos.

En cierto punto, el carácter vibrante de la ciudad y sus calles nos hace sentir un poco como si estuviéramos en un Brooklyn en medio del desierto. No es desatinada la comparación; al ser una ciudad universitaria (la Universidad de Arizona fue fundada allí en 1885) y por su constante flujo migratorio, la calidez de las bienvenidas y la apertura hacia ideas y expresiones culturales diversas es sello característico de este centro urbano adyacente al río Santa Cruz.

Tucson es, pues, una ciudad de voces múltiples pero siempre dispuesta a abrazarnos. Seguramente no es coincidencia el hecho de compartir un origen histórico.